CUCHILLO DE CARNE
Un Picasso estudia un objeto como
Un Picasso estudia un objeto como
disecciona un cadáver un cirujano.
Guillaume Apollinaire
-Los pintores cubistas-
Guillaume Apollinaire
-Los pintores cubistas-
La pintura de Luis F. Ceballos pone en evidencia que el cuerpo es un nudo de fuerzas; que por sus formas y volúmenes, antes que un significado pleno, pasan siempre las direcciones de energías y tensiones que lo organizan, el trazado de unas líneas de impulso que terminan por constituirlo. El cuerpo es, así pues, y antes que otra cosa, su sentido –nuestro idioma permite aquí un juego de palabras pleno de ambigüedad, tal como dijera Barthes sobre el sens francés, que implica también, a su vez, significación y vectorización-.
Conque el cuerpo, pues, se articula en torno al movimiento de sus propias masas que es seguido de cerca por la cristalización de lo semántico. Iconografía gestual. Así que habremos de ponernos a buscar qué cuentan, qué dicen todas estas potentes pinturas tomando como punto de partida lo pregnante y decisivo que en ellas son las formas en que cristalizan la gestualidad y sus ritmos, la danza y su mímica. Fíjense, si no, en la enorme cantidad de manos lanzadas hacia arriba en toda su pintura reciente: sus expresivas, minúsculas manos, de afilados dedos, se reparten estratégicamente por la extensión del plano del cuadro salpicándolo de una señalética tan sugerente como misteriosa. Son hitos, o los enclaves señeros de una especie de cartografía celeste que convierte su pintura en una constelación: el vacío entre los signos decisivos. Abatida sobre ellas, nuestra mirada no hará, a partir de determinado momento, sino trazar líneas imaginarias que recompongan el cuerpo que imaginamos delimitado por sus puntos más significativos. Aquí una mujer, aquí un hombre, de frente, de perfil, medio cuerpo o cuerpo entero... La cara, un astro más, ayuda a ello.
Son casi como aquellos ejercicios bauhausianos donde la carne desaparecía ante nuestros propios ojos, quedando tan sólo un número limitado de articulaciones por medio de las cuales pudiéramos volver a reencarnar lo que había quedado tras la consunción: ¡tan sólo un fantasma! Ballets triádicos que hicieron las delicias de Schlemmer y los suyos, y que ahora, de manera lejana y mestiza, vemos reaparecer al otro lado del Atlántico, allá donde la diáspora de los de Weimar llegó de forma tardía pero duradera para aliarse con tradiciones impensadas. Notas satienescas, también, vibrando suspendidas en el silencio sin que ningún otro acorde o una línea melódica venga a rescatarlas de su extinción insobornable; una tras otra... Gymnopédies cuyo sentido queda en suspenso y que el final no recompone: a pesar de las apariencias, ¿quién podría recordarlas enteras en todos y cada uno de sus acentos? Sólo cabe, claro, reconocerlas en cada nueva audición.
También Marey y sus experimentos crono-fotográficos aventuraron el movimiento como una sucesión de instantes aislados encadenados, aunque inasibles al ojo humano de forma individual. Desarrollos lineales -humanos y animales- que sobre un fondo negro dejaban la estela de su recorrido a partir de puntos blancos hilvanados. (Otra vez los fantasmas, aparecidos en la oscuridad tenebrosa con su sábana luminiscente). Efectivamente, como cosidos entre sí, cada uno de los instantes daban la ilusión –y la explicación, el desenvolvimiento- de lo acaecido, justamente como Hume y su empirismo radical nos advertían desde hace tiempo. Entre medias de cada uno de ellos todo puede darse (paradoja de Aquiles y la tortuga). Si se piensa sobre todo esto con atención no sorprenderá descubrir cómo de todo aquello se derivarían poco más tarde algunas consecuencias fundamentales para el arte moderno. Así, por ejemplo, la constatación de una arbitrariedad en toda elección del momento pregnante, representativo por excelencia de acciones y gestas, aquel que hasta ese momento había sido uno de los mayores quebraderos de cabeza de la pintura –la de historia y la moralista, fundamentalmente-.
Incluso cubistas y futuristas resecaron la carne del cuerpo humano como único modo que encontraron de conservarla. El cuerpo se les caía entre las manos a pedazos (el ideal clasicista era por entonces ya insostenible). Y no es tanto que se les descompusiera en esa amalgama fétida de licores y humores gelatinosos que describe Poe en el extraordinario caso del Señor Valdemar (En el espacio de un minuto o aún menos, se encogió, se desmoronó, se pudrió bajo mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, quedó sólo una masa casi líquida, de repugnante, de abominable putrefacción), sino más bien de ese otro modo en que una milenaria momia reseca se desarma en una serie de fragmentos con sentido: aquí una pierna, aquí un brazo, la mano, el pie, la cabeza, la mandíbula, dedos... El aire decidido de pinturas negras que evocan las de Ceballos nos recuerda que esta lección de la vieja vanguardia francesa no le es ni desconocida ni ajena. Por su parte, la facetación en ángulos agudos, astillas, espinas, flechas, cuñas, etc. con que se congela un incesante movimiento –violento siempre, visceral y orgiástico a menudo-, así como su uso expansivo y casi agresivo del color, indica algo análogo en la dirección de los italianos coetáneos. Recortables igual que fugaces.
Fantasmas..., los veíamos aparecer un poco antes por aquí y por allá, y si quisiéramos los acabaríamos viendo en casi todas aquellas figuras de aspecto un tanto amenazante en las que Ceballos se recrea. Aunque lo más seguro es que una pulsión sincrética lata en lo más hondo de ellas, volviéndolas insondables ya a nuestra mirada; de ahí su extrañeza y exotismo.
Óscar Alonso Molina
(Noia – Madrid. Julio de 2002)
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